Existe una estrecha analogía entre las máquinas universales de este tipo y la universalidad a la que me referí (aunque sin usar esa palabra) al describir la potencia de los Principia Matematica. Bertrand Russell y Alfred North Whitehead no se dieron cuenta, pero Kurt Godel sí, de que, al representar simplemente ciertas características fundamentales de los enteros positivos (cuestiones tan básicas como la conmutatividad, la distributividad o la ley de inducción matemática), sin pretenderlo, habían hecho que su sistema formal PM sobrepasara un umbral crítico que lo convertía en “universal”, o lo que es lo mismo, que lo hacía capaz de definir funciones de teoría de números que imitasen otros patrones arbitrariamente complejos (entre los que se hallaba incluso el propio PM, como demostró Godel con su astuta maniobra).
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Pero en un determinado momento, cuando la abstracta teoría de la computación de Alan Turing, basada en gran parte en el artículo de Godel de 1931, se topó con la cruda realidad de la ingeniería, algunos de los más receptivos (el propio Turing y John von Neumann, en especial) cayeron en la cuenta de que sus máquinas, basadas en la aritmética de los números enteros cuya potencia había puesto en evidencia Godel, se convertían por ello en universales. De pronto, esas máquinas eran como cajas de música capaces de leer cualquier rollo de papel lleno de agujeros y, por lo tanto, capaces de interpretar cualquier canción. A partir de entonces fue sólo cuestión de tiempo el que los teléfonos móviles pudieran representar muchos papeles en lugar de comportarse siempre como simples teléfonos. Todo lo que tuvieron que hacer fue superar ese umbral de complejidad y tamaño de memoria que los limitaba a una única “melodía” y, a partir de ese instante, pudieron transformarse en cualquier cosa.
Los pioneros de la computación veían sus ordenadores como artefactos devoradores de números, pero no consideraban a estos últimos como un sustrato universal. Todavía hoy seguimos sin contemplarlos de este modo (y al hablar en plural me refiero a nuestra cultura en su conjunto y a no a los especialistas), pero nuestra falta de visión se debe a una razón distinta, de hecho, a la razón contraria. Hoy en día todos esos números están tan escondidos tras las pantallas de nuestros portátiles o nuestros ordenadores de sobremesa que olvidamos por completo que están ahí. Contemplamos partidos de fútbol virtuales en los que, en la pantalla, se enfrentan equipos que sólo existen en el interior de la CPU (la cual se limita a ejecutar instrucciones aritméticas, que es para lo que fue diseñada). Los niños construyen ciudades virtuales habitadas por gente que monta virtualmente en bicicletas virtuales, en las que las hojas caen virtualmente de los árboles virtuales y en la que el humo se disipa virtualmente en el aire virtual. Los cosmólogos crean galaxias virtuales, las hacen evolucionar y observan lo que sucede cuando colisionan virtualmente. Los biólogos crean proteínas virtuales y observan cómo se pliegan siguiendo las complejas leyes de la química virtual de las submoléculas virtuales que las constituyen.
Podríamos citar cientos de cosas que tienen lugar en las pantallas de los ordenadores, pero a poca gente se le pasa por la cabeza el hecho de que todo eso sucede gracias a la adición y multiplicación de números enteros que tiene lugar en el nivel del hardware. Porque es eso exactamente lo que está sucediendo. La palabra “computadora” no es caprichosa; un ordenador no hace sino computar sumas y productos de enteros expresados en notación binaria. Y en este sentido, la visionaria propuesta que Godel hizo en 1931, tan devastadora para Hilbert y Russell, se ha convertido en un lugar tan común en nuestra cultura de la descarga, el MP3 y el gigabyte que, aunque estemos inmersos en ella todo el tiempo, nadie es consciente de que sea así. Casi la única huella visible (o, más bien, “audible”) de esa noción original es la propia palabra “computadora”, y ni siquiera perdura en algunos casos, sustituida por el término “ordenador”. Tal palabra nos recuerda, si nos detenemos en ella, que por debajo de esas imágenes de colores, esos seductores juegos y esas increíbles búsquedas por internet, no hay otra cosa que aritmética de números enteros. Parece una broma, pero no lo es.
La cuestión es aún más sutil, por los mismos motivos que examinamos en el capítulo 11. Todo patrón puede ser visto como lo que literalmente es o como la representación de algo con lo que es isomorfo. Las palabras referentes a la aventura de Pomponnette también son aplicables, como de hecho sucedía, a la aventura de Aurélie y ninguna de las dos interpretaciones es más válida que la otra, aunque una de ellas responda a la intención original. Del mismo modo, una operación con un entero escrito en notación binaria (por ejemplo, la conversión de “0000000011001111” en “1100111100000000”) que una persona podría describir como la multiplicación por 256, podría ser descrita por otra como un desplazaminto a la izquierda de ocho bits; por otra, como la transferencia de un color de un píxel al píxel contiguo y por una cuarta, como la eliminación de un carácter alfanumérico en un fichero. Las cuatro descripciones son correctas y ninguna de ellas tiene mayor validez. La razón por la que hablamos de “computadora” es, pues, histórica. Nacieron como máquinas de cálculo con números enteros y, por supuesto, aún podemos describirlas así; pero hoy en día nos damos cuenta, tal como hizo Godel en 1931, de que cabe percibir y hablar de esos dispositivos en términos que son radicalmente distintos de los que previeron sus creadores.
Tomado de Yo soy un extraño bucle por Douglas R. Hofstadter.